Camino al infierno



Estamos a oscuras, sobrecogidas ante un universo de máquinas que han perdido utilidad. El corte de luz fue sorpresivo. No hay línea con el exterior. No hubo tiempo ni capacidad de reacción. En mi cartera, las monedas justas para un viaje de ida sin vuelta en autobús.

Recostadas sobre la cama, a la luz de las numerosas velas, el cuarto se asemeja a un santuario con su rosario de antorchas. Sobre mis manos un cofre abierto y en su interior, el tesoro familiar: un brazalete, brillante objeto de deseo y codicia de carroñeros cobardes. Me lo pruebo por última vez con la misma inocencia infantil de hace varias décadas cuando entraba a hurtadillas en la habitación de mis padres, en busca de tesoros y misterios. El roce del metal precioso sobre mi piel activa la memoria atávica. La historia siempre se repite. El mismo trato vejatorio e injusto de ayer en la familia para arrebatar a la bisabuela Virtudes, viuda con una hija pequeña, lo único que le dejó su marido, se repite hoy. Ella jamás claudicó, a pesar de todas las vicisitudes, nunca lo hizo. 

Las lágrimas caen profusamente, el maldito silencio enrarece el ambiente con un aire enfermizo que ahoga esta ánima cansada de luchar. Vuelvo mi vista hacía donde duerme mi luz y con mi mano temblorosa delineo sobre su frente el pentáculo mágico, la estrella de las cinco puntas, símbolo de verdad y protección contra los demonios. El mismo ritual nocturno desde hace once años. Observo las sombras negras que surcan sus luceros dormidos, la palidez extrema de su piel, su respiración agitada, febril.

Cierro mis ojos, siento como la culpa devora mi ego de madre. Vuelvo a abrirlos con la decisión tomada: mañana venderé el pasado como un Judas Iscariote. Traicionaré la voluntad del difunto impidiendo que mi semilla germine en la tierra de mis raíces.

-¿Y luego qué?- me digo.

Luego nada. Ya no quiero pensar más. Pagaré los recibos, las medicinas y llenaré de comida la vacía nevera. Hasta podemos darnos el capricho de un banquete babilónico en el Mcdonalds.

A cada paso que doy, no importa la dirección que tome, la senda se derrumba a mis pies. No queda espacio para pisar y avanzar, tan sólo abismo a mi alrededor y tinieblas. Me siento insignificante en un mundo que no es mundo. 

Al final del camino del infierno existen dos entradas: una es saltar al vacío y la otra esperar de pie las inclemencias del destino, petrificada en vidrio. Derrumbarme de a pocos, erosionar la dignidad y el orgullo para al final perder la conciencia. Sigo esperanzada en la suerte de que un mal rayo me parta para finiquitar así mi deuda kármica.

Sólo los solos que estamos solos, sabemos porque estamos solos.







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