Renuente



Cabalgo en la mansedumbre, ajena al tedio del olvido, si pintan bastos en la hondonada de tus reproches. Un gran bostezo arruina la incoherencia del discurso amargo sediento de réplica con sabor a higo ¿Y a quién le importa los arranques coléricos en los días de furia? Nadie sobrevive a la inclemencia si se desnuda con cadencia sobre el doble filo del baremo de la frustración.

Es estúpido apercibir al incauto. La sarna con gusto no pica y, si pica, no está de más rascarse a dos manos para morir de gusto con tanta fricción. Aplícate el propio cuento del balar del traumado y deja el agua correr, no permitas que se estanque y su vapor fétido corrompa el aire bucólico pastoril de tu estamento.

Falla el ojo clínico, si no se arrodilla ante ti el renuente que desecha comer de otra mano que no sea la suya, que prefiere la sonrisa lacónica, que rechaza y aborrece, a partes iguales, el lamento y el carácter iracundo del colmado de virtudes pétreas.





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